24 abr 2012

Jordi


Jordi vivía en una especie de laberinto bajo tierra. Era un espacio lleno de recovecos, con mesas, sillas y estanterías por todas partes. Había puertas que se abrían y se cerraban y plantas subterráneas que crecían por todas partes. Él no sabía porqué estaba allí, nadie le había preguntado, nadie hablaba con él. Siempre estaba triste, ya que la mayor parte del tiempo estaba muy solo.
De vez en cuando entraba gente que también andaba desorientada y perdida y Jordi se emocionaba mucho. Normalmente se emocionaba tanto que tiraba fuego por la boca y la gente huía asustada, despavorida. Si, Jordi era un dragón, un dragón azul, precioso y con ganas de jugar, pero nadie quería jugar con él.
De repente un día llegó una chica y se emocionó tanto como Jordi cuando lo vio delante suya entre un montón de mesas desordenadas y fue a abrazar su cola puntiaguda. Jordi no cabía en sí de alegría ni la chica tampoco. Se pusieron a hablar como si fueran amigos de toda la vida, Jordi quería saber todo lo que pasaba fuera de ese laberinto y la chica todo lo que pasaba fuera. Así que, al final , tras largas horas de conversación decidieron que juntos investigarían el laberinto para encontrar la salida.
Jordi nunca había salido mucho de su rincón en el laberinto y alucinó tanto como la chica de lo maravilloso que era. Había lugares en los que los techos eran tan altos que no se veía y había unas plantas brillantes que hacían que pareciera de día… había habitaciones mágicas con puertas que llevaban a ningún lugar y espejos que te convertían en la princesa más bella del mundo y en el dragón más apuesto del universo.
Paseando juntos conocieron a más seres maravillosos y todos coincidían con Jordi en que nunca nadie había querido hablar con ellos y que todo el mundo quería huir de aquel lugar, pero ellos no lo entendían  y menos aún conforme iban explorando aquel lugar de ensueño.
Muchos personajes se unieron a Jordi y a la chica y todos coincidieron en que no querían irse de aquel lugar, pero tampoco querían permanecer en los pequeños espacios en los que siempre habían habitado. Y, así, se formó la, cada vez más grande, familia del laberinto subterráneo y cada vez fueron descubriendo más cosas y construyendo más aún y todos encontraron su lugar, junto.

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